Este post plantea muchas preguntas y pocas respuestas, pero no me resisto a hacer esta reflexión ahora que comenzamos un nuevo curso, con un futuro incierto, en el que profesionales del sistema educativo, sanitario y de servicios sociales hemos de hacer un esfuerzo ímprobo por responder a nuevas necesidades derivadas de la COVID-19, y sostener a unos ya frágiles servicios públicos.
Llevo 30 años de andadura profesional, de los cuales la mayor parte han estado vinculados al sistema educativo. Siempre he pensado que quienes estamos en contacto con las personas de forma profesional hemos de tener unas habilidades de trato exquisitas, y que, si bien podemos cometer errores técnicos, debemos de extremar los cuidados en las relaciones interpersonales para no provocar daños innecesarios. Hay profesiones como trabajo social, psicología, pedagogía, magisterio, educación social, medicina y enfermería de atención primaria,… a las que se les presupone un plus de habilidades de buen trato, pero paradójicamente no siempre es así. También este tipo de profesiones tienen formación para detectar situaciones de riesgo o violencias, y, sin embargo, y por extraño que parezca, ¿cuántas profesionales de lo “psicosocial” han mantenido relaciones afectivas con maltratadores durante años sin verlo? ¿Cuántos docentes, médicos, abogados, trabajadores sociales, psicólogos,… dan una imagen perfecta de cara a la galería y su vida íntima la convierten en un infierno? ¿Cuándo y cómo se pierden los límites entre el conocimiento adquirido y los valores, actitudes y conductas puestos en práctica?
Las relaciones entre personas se tienen que construir en planos nivelados de horizontalidad, respeto e igualdad, independientemente de sexo, edad, etnia, orientación sexual,… Todas las personas merecemos buenos tratos y, si eso nos lo sabemos en la teoría, ¿por qué cuesta tanto ponerlo en práctica en nuestra vida personal? ¿Cómo es posible que profesionalmente seamos competentes y personalmente incompetentes? No nos enseñan la suficiente competencia emocional en nuestra vida (en mi época escolar, ninguna), pero ahora, pese a que incluso hay asignaturas específicas para ello, nos seguimos quedando en la superficie. No nos enseñan a gestionar el dolor ante las pérdidas, a construir relaciones afectivas bientratantes, a respetar (que no tolerar) las diversidades, a interiorizar que todas las personas valemos lo mismo, independientemente de nuestro origen o lo que tengamos entre las piernas.
Decían que del confinamiento saldríamos mejores personas, pero lo que se ha visibilizado son serios problema de convivencia: ataques racistas, odio a raudales, aporofobia, sexismo y la sempiterna violencia machista (esto es una constante en pandemia y sin pandemia), entre otras cosas. La crisis económica y social derivada de la COVID-19 va a agravar estos problemas. ¿Cómo hacemos para construir un mundo en el que todas y todos tengamos cabida, en el que el amor triunfe frente al odio, el buentrato frente al daño? A la escuela le atribuyen la varita mágica para ese cambio, pero no todo es responsabilidad de la escuela. Un docente maltratador no va a hacer ningún cambio, una trabajadora social no empática, un psicólogo que no escuche activamente,… no cambian el mundo. Lo cambian las personas conscientes que quieran abolir las estructuras patriarcales, neoliberales, clasistas,… sobre las que se cimentan nuestras sociedades. Hay una responsabilidad individual, pero también colectiva y de los poderes públicos. La pandemia ha hecho aflorar el individualismo más atroz, en el que privilegios individuales se confunden y ponen a la altura de derechos humanos, qué poco de derechos y de humanidad saben algunos/as. Urge poner el bien común por encima de los deseos personales, reforzar los sistemas de bienestar, principalmente educación, servicios sociales y sanidad, porque son la clave parar cambiar mentalidades al estar en contacto directo con las personas, porque pueden hacer reflexionar, porque pueden hacer trabajo comunitario, porque pueden acompañar a una persona durante años desde su nacimiento. Trabajo continuado pero con objetivos claros, dejémonos ya de campañas, charlas y talleres puntuales para concienciar del sexismo, el racismo o la lgbtifobia. Cuando hacía ese tipo de intervenciones con alumnado, en talleres sobre buenos tratos, la única idea con la que quería que salieran del taller era: “el límite está en no hacernos daño, ni hacer daño a otras personas”, por lo demás se puede amar a quien quieras, puedes estar con quien quieras, ser amigo o amiga de quien quieras,… mientras aceptes a esa persona tal y como es, sin dañar. Que no te gusta, no pasa nada, no dañes, te dedicas a otra cosa, anda que no hay seres humanos y cosas por hacer en el mundo. La coherencia en el fondo se trata de eso, el buentrato se trata de eso, simplemente, no hacerme daño ni hacer daño. Todo lo que se salga de ahí, es maltrato, es violencia. Es ser profundamente incoherente.
Magnífico post, María. Deberíamos detenernos en ese «no hacer daño» del que hablas más detenidamente, ya no como objetivo individual, hacia una única persona, sino como objetivo para mejorar la humanidad. Me encanta cómo escribes y me encanta también tu calidad humana.
Muchísimas gracias Elena! Toda la razón, qué importante es no dañar, y en calidad humana, y profesional, creo que me ganas! Un abrazo fuerte!
Siempre tan acertada y precisa. Muchas gracias por tu lucidez. Con tu permiso comparto en redes con personas a las que les vendrá muy bien.
Gracias Clara! Me alegro que te haya gustado y claro, comparte, está para eso! Un abrazo fuerte!
Excelente!!!
» Ante todo no hagas daño» (es el titulo de un libro de Henry Marsh que relata las vivencias de un neurocirujano sensible y humanizado frente a las decisiones que tuvo que tomar durante su ejercicio profesional ), una sencilla frase que encierra algo muy complejo. Podría ser un buen lema que nos recuerde la importancia del buen trato.
Muchísimas gracias por esa referencia! Pues sí, un lema fantástico! Un abrazo fuerte!