Recientemente asistí a unas jornadas organizadas por la Consejería de Educación del Gobierno de Canarias, en las que uno de los ponentes, hablando sobre los riesgos de internet y la gratuidad de las redes sociales, recordó la famosa frase “si no pagas por algo, no eres el cliente, eres el producto”. Esto me hizo reflexionar sobre la media de horas que las y los adolescentes pasan “empantallados”; este curso, una alumna me dijo que el control de bienestar digital de su móvil decía que, en las últimas 24 horas, 15 las había pasado online. Recientemente también he descubierto el ASMR, cosa que al parecer todo el mundo adolescente y joven conoce (y las viejunas como yo no, por ello tienen más información aquí). Esta semana hice una encuesta a mano alzada en una de mis asignaturas en la universidad, y de un grupo de 50 personas, un 95% conocían los vídeos de ASMR, y algo más de un 10% los usaban habitualmente, incluso prescritos por profesionales de la psicología, para dormir o relajarse. Y eso me hizo plantearme el porqué necesitan experimentar esas sensaciones a través de pantallas; tengo la impresión de que pasar tal número de horas recibiendo estímulos en redes sociales nos desconecta de la vida fuera de éstas. Muchísimas personas viven más tiempo viendo vídeos de YouTube que interactuando con su familia, amistades o disfrutando de la naturaleza; existe tal desconexión del mundo offline que necesitamos esa conexión constante con el mundo online. Y eso es preocupante, mucho. Si vamos por la calle vemos a bebés en cochecitos con pantallas en sus manos, criaturas que apenas inician sus primeros pasos y ya les dejan “jugar” con un móvil (esta misma semana he visto varias situaciones en ese sentido). El problema es que no es un juego, del uso al abuso, y de ahí a la adicción, van pocos pasos.
Las pantallas como “parking” de niños y niñas son un peligro, la cantidad de contenidos consumidos sin ningún tipo de filtro adulto está construyendo identidades con graves carencias emocionales, cognitivas y sociales. La falta de pensamiento crítico o la necesidad de aprobación constante, y la consiguiente afectación en la salud mental si no se logra, son características de las nuevas generaciones, por no hablar de la pornificación e hipersexualización de la infancia y la adolescencia.
Por otra parte, el efecto que están teniendo las redes sociales en la configuración de ideologías políticas es altamente preocupante; el auge de los fundamentalismos de ultraderecha está teniendo gran impacto en la juventud, jóvenes que nacieron a finales del XX o principios del XXI y que eso de la dictadura franquista les suena a los cuentos de abuela cebolleta. No deja de resultar curioso que, pese a la ineficacia de sus políticas, a los casos de corrupción, a la vulneración de derechos,… la derecha y la ultraderecha se mantienen en el poder y escalan posiciones en países cercanos. Y la izquierda sin ofrecer alternativas de coherencia ética y liderazgos entrañables (que diría la maestra Marcela Lagarde), pero esa es otra historia.
Volviendo a las pantallas, hemos de dejar de ser el producto para recuperar el control sobre nuestras vidas; nunca antes habíamos expuesto tanto nuestra privacidad, el postureo se ha convertido en una forma de funcionar en el mundo, banalizándolo todo, incluida la política (recordemos las respuestas de Ayuso ante las 7.291 personas muertas por sus protocolos de exclusión sanitaria, sin, hasta ahora, consecuencias, ni penales ni políticas).
Ahora sólo vende el glamour, los retos virales, las y los influencers sin formación que opinan de lo que no saben,… Todo es objeto de mercado, desde la construcción de relaciones afectivas (véase First Date) hasta el bienestar social. El postureo nos engaña, la vida no es lo que vemos desde el móvil, la política no se debe hacer en redes sociales, pero se hace, sin llegar realmente a las necesidades reales de la ciudadanía. Pero ésta no protesta, se mantiene anestesiada frente a las pantallas viendo los últimos reels en Instagram o un vídeo de bebés (el tema de la protección de datos en la infancia daría para otro post) en YouTube, y mientras estemos frente a las pantallas, no generamos conflicto social ni nos manifestamos contra las injusticias. El nuevo “pan y circo” al alcance de la mano y cómodamente desde el sofá. ¿Hasta cuándo vamos a seguir siendo productos?