Últimamente he escuchado en varias ocasiones, en el contexto educativo, la expresión: no importa si no aprende, lo importante es que sea feliz. Y me pregunto si es incompatible aprender y ser feliz. ¿En qué momento dejamos de intentar que el aprendizaje sea una experiencia placentera? Creo que es un deber docente enseñar de forma amena, motivadora y transmitir la importancia que tiene la adquisición de conocimientos para nuestro desarrollo personal. Es cierto que hay contenidos tediosos y que no nos van a resultar funcionales a lo largo de nuestra vida, pero como dice aquella proverbial frase, que me transmitieron en mi familia, el saber no ocupa lugar.
Evidentemente la felicidad tiene que ser una prioridad en la vida, pues ya bastante difícil y compleja es como para que encima hagamos sufrir a las criaturas, pero últimamente tengo la sensación de que ya no nos interesa saber. La sabiduría se relega a generaciones pasadas y ahora todo lo que dure más de 30 segundos hace perder el interés. Ya apenas se lee, se dan píldoras formativas como si el conocimiento lo pudiésemos tragar en vídeos de YouTube. Hace unos días escuchaba a un psicólogo en la radio que decía que las y los adolescentes y jóvenes tenían que construir su proyecto vital atendiendo a lo que deseaban ser, y oye, evidentemente está muy bien… pero ¿y si lo que desean es ser youtubers e influencers? Claro que hay que cumplir los sueños, pero ante la evidente falta de profesionales en sanidad, en ingenierías, en determinadas especialidades docentes,… ¿quién nos va a curar o formar en un futuro? Casi 300.000 niñas y niños madrileños no tiene pediatra (2023); en nuestra Comunidad Autónoma (Canarias) falta personal cualificado y, en el primer trimestre de este año que termina, un total de 7.201 puestos de empleo se quedaron sin ocupar en los sectores de industria, construcción y servicios.
El desarrollo industrial especializado o la investigación científica en nuestro país es para llorar por la falta de apoyo institucional y la fuga de talentos a otros países. Resulta totalmente desmoralizador que un youtuber sin formación monetice un canal en redes sociales y gane millones de euros, mientras profesionales que se han dejado las pestañas durante años, estudiando y especializándose estén en precario o tengan que emigrar en busca de un reconocimiento (económico y moral) que nuestro país no ofrece. Con este panorama claro que faltan profesionales… y sobran influencers.
Se han alterado las prioridades y la valoración social de las profesiones; ahora lo que mola es ser instagramer o tiktoker, antes una hija terminaba medicina y era un orgullo. Actualmente para que esa médica tenga reconocimiento además ha de tener miles de seguidores en redes sociales. La felicidad no es incompatible con el esfuerzo, con la dedicación, la motivación o la calidad de un trabajo bien hecho; pero sí considero que urge reorientar las prioridades y poner el acento en lo realmente importante. Es indecente que un futbolista o un youtuber gane, no ya el doble, sino el quíntuple por lo menos, que una neurocirujana. Un youtuber te destroza las neuronas con noticias falsas, la neurocirujana te sana, ¿qué es lo vital?
En un momento en el que el conocimiento está al alcance de un clic de ratón es cada vez mayor el analfabetismo funcional de infinidad de personas (teorías conspiranoicas, pseudociencias, terraplanistas,…), personas de mi entorno, que parecían serias, de repente abren la boca para decir que nos fumigan o que hay una élite oculta que nos inocula a saber qué sustancias extrañas en las vacunas para matarnos o mutarnos … ¿Esa es la felicidad que nos espera?
El reciclaje profesional se ha convertido en una simple acumulación de puntos por obligación, cuando se obtienen los puntos, adiós formación continua, salvo excepciones como la menda que ha terminado diciembre haciendo tres cursos a la vez por el simple placer de aprender y actualizar conocimientos profesionales … sí, soy de una rara especie en extinción.
Así que, volviendo al inicio de esta reflexión, creo que, en los contextos educativos, desde infantil hasta la universidad y la formación a lo largo de la vida, nos tenemos que plantear seriamente cómo combinar felicidad y aprendizaje para que la adquisición de conocimientos no sea una tortura sino una experiencia enriquecedora que genere un efecto multiplicador y favorable en la sociedad que nos ha facilitado formarnos. Aprender requiere de capacidad reflexiva, atención, escucha, concentración, analizar, experimentar, construir,… el conocimiento es un proceso creativo apasionante, no una parrafada del (la) docente al (la) discente. Puede y debe ser un proceso gratificante, así que tenemos el reto de generar felicidad a través del aprendizaje o las próximas generaciones serán muy felices… y muy idiotas. Ni el planeta ni las personas futuras merecen acabar rodeadas de estulticia.