Este pasado domingo 28 se celebraba el día de los Santos Inocentes, ese que recuerda la carnicería mortal que supuestamente provocó Herodes a cientos de bebés (según la moderna exégesis e historiografía bíblica se duda de su historicidad, pero allá que dos mil años después lo seguimos festejando con bromas varias); la verdad es que no alcanzo a comprender qué es lo divertido, si que supuestamente Herodes se pasara degollando infantes o si que veintiún siglos después celebremos algo que no sucedió.
Lo cierto es que la fecha del 28 de diciembre me sirve de excusa para recordar a otros/as inocentes. Aquellas niñas y niños que son víctimas silenciadas y olvidadas de las violencias más brutales: las agresiones y abusos sexuales, la violencia hacia sus madres por parte de esos padres (biológicos o no) que deberían amarles y protegerles y que lo único que hacen es torturarles al ejercer violencia contra sus madres en su presencia, porque sí, presenciar violencia de género por parte de menores es también violencia, es tortura, es maltrato infantil, aunque buena parte de la judicatura se empeñe todavía en pensar que un maltratador puede ser un buen padre.
También por esta fechas, se publicaba en el diario “El Mundo” un reportaje titulado “Me decía que su padre le tocaba”, donde se relata el calvario de una madre que acaba perdiendo la custodia de su hija a favor del padre que “presuntamente” (pongamos siempre lo de la presunción para evitar que con la ley mordaza me detengan) abusaba de ella. En mis 24 años como trabajadora social he visto decenas de casos de abusos sexuales a menores, he visto el dolor que provocan, la impasibilidad de la justicia, sus cuestionamientos, la “falta de pruebas”, los agresores en la calle,… y realmente estoy harta. Harta de que se siga cuestionando más a las víctimas que a los verdugos, harta del escaso rechazo social que provoca la violencia, harta de que se presuponga la inocencia del culpable y la culpabilidad de la víctima.
Creo que algo muy profundo tiene que cambiar en nuestra sociedad y no sólo en el sistema judicial. Mientras se siga manteniendo la creencia de que las mujeres somos unas mentirosas, que las niñas y niños mienten y fabulan cuando dicen “es que papá me tocó ahí”, mientras todxs mientan menos ellos, los varones patriarcales, y la sociedad le conceda más legitimidad y valor al testimonio del hombre, del “pater familias”, que al testimonio de las mujeres y sus hijos/as, poco podemos esperar para que los abusos y la violencia se conviertan en algo absolutamente rechazable y condenable socialmente y no sólo por parte de las “cuatro” feministas sensibilizadas.
Tomo estas ideas de los debates “navideños” que he tenido con Lourdes Bravo; mientras se considere más punible y detestable que alguien se monte una web pirata frente a alguien que le destroza la vida a una mujer o a una niña, tenemos una sociedad enferma, una sociedad regida por un Código Penal que está ahora en proceso de modificación y frente al cual se requiere un posicionamiento feminista claro: los delitos relacionados con la violencia machista, con los abusos/agresiones sexuales a menores,… tienen que tener una contestación tan rotunda penal como socialmente, y al igual que nos escandalizamos y se penaliza a Bárcenas y sus chanchullos, mayor rechazo social debería generar la violencia. Y eso no pasa; todo el mundo está hablando de la Pantoja en la cárcel pero poca gente se indigna con la sangría de mujeres asesinadas cada año.
Un reto para 2015 podría ser intentar cambiar ese esquema de valores y prioridades. Conseguir que la infancia de niñas y niños sea eso, infancia, y no la vivan hipersexualizada, adultizada o traumatizada por la violencia en el peor de los casos. Hay que devolver a nuestras criaturas la capacidad de jugar más allá de las pantallas, la capacidad de disfrutar de momentos felices y no vivir atemorizadas/os esperando el momento en el que papá llega a casa enfadado. Hay que creerles cuando nos relatan situaciones de violencia. Hay que devolverles la inocencia.