El coronavirus nos ha mostrado en estos meses la fragilidad de la vida humana, lo vulnerables que somos y la importancia de resituar nuestras prioridades en la vida, pero cuando comenzamos a salir del confinamiento, parece que pocas personas han aprendido la lección.
Lejos quedaron ya los aplausos y los servicios públicos vuelven a situarse en un lugar aún más precario que al inicio de la pandemia, más desbordados y extenuados. La sanidad pública continúa sin personal y mucho del que tiene en condiciones de contratación pésimas. La escuela pública parece que finalmente va a reabrir con las mismas ratios y el mismo profesorado, porque ya si eso reforzamos los espacios de ocio y el turismo, que la infancia no vota y da igual cinco niños/as más o menos en un aula. Y qué decir de los servicios sociales… el sistema más infravalorado, precarizado y desgastado con una sobrecarga de demanda insostenible de atender en condiciones de calidad.
Las buenas intenciones del encierro se quedaron en eso, en buenas intenciones sin materializar; ahora que ya podemos inundar las terrazas, los servicios públicos pasan a un segundo plano.
Resulta paradójico que en estos días nos enteremos de situaciones dramáticas para la ciencia como el cierre de proyectos que precisamente responden al coronavirus, la falta de medios para la investigación o la fuga de cerebros que se sigue produciendo en este país, sin que nadie la remedie. Y en este sinsentido, frente al olvido de la ciencia, se ha desatado un torbellino de irracionalidad propio del medievo; cuanta más información cierta y fiable se puede encontrar a través de las redes sociales, surge la contrainformación y las creencias más peregrinas se han manifestado (y se siguen manifestando) en estos meses: que si el 5G provoca el coronavirus, que si Bill Gates, apoyado por Soros, tiene un malvado plan para implantarnos un “chis” (aquí emulando al de Murcia), que si el virus no existe, que si las mascarillas nos matan, que si la tierra es plana, que si las vacunas provocan autismo y no sé cuántas enfermedades más,… Y lo peor no es que se trate de 4 o 5 personas desquiciadas, lo peor es que nos gobierna gente con planteamientos similares (véase Trump o Bolsonaro, los más socorridos, lamentablemente hay más). A ello hay que sumar que, si al menos esta gente estuviera en su burbuja y no corriera el riesgo de hacer daño a otras personas, pues vale, que cada cual crea en lo que crea (hay mucha gente que sigue creyendo en aquello del embarazo virginal por el espíritu santo), el problema es cuando las creencias dañan a terceras personas sin necesidad. Que tú piensas que la mascarilla te mata, muy bien, pero a lo mejor resulta que si tú no te pones tu mascarilla a quien matas puede ser a mí, y oye, eso de morir por la estupidez ajena resulta poco épico, de morir que sea luchando por grandes causas como mínimo.
Miles de personas se están sumando a la propagación de bulos en redes, algunos abanderados por personajes públicos como políticos o cantantes (Carmen París fue mi gran decepción del confinamiento), lo que me lleva a pensar que el coronavirus no ha traído sólo afecciones respiratorias, muerte y dolor, ha traído también el peligroso virus de la estupidez humana, y me temo que ese ha venido para quedarse.