La vida es un cúmulo de situaciones decepcionantes. También está llena de situaciones gratificantes, que conste, pero yo, que tiendo a ser más pesimista que optimista, que no creo que el universo conspire en pro de nuestra felicidad, ni soy consumidora de Mr. Wonderful, quería centrarme hoy en las decepciones, personales y colectivas.
Decepcionan las mentiras, la gente que se construye una vida irreal y que la sostiene frente al mundo, quizá hasta creyéndosela, pero que, sin embargo, sus engaños no pasan factura y ahí siguen, en cargos de responsabilidad sostenidos en fraudes.
Decepciona la gente que ha estado en tu vida aprovechándose de los buenos momentos, del trabajo gratuito y que cuando decides que ya no estás dispuesta a desgastarte las neuronas para la causa “X” pasan olímpicamente de ti. Personas que vampirizan a otras, desgastando su energía y talento sin ningún reconocimiento, ni privado y ya ni hablemos de público.
Decepcionan las personas cuyas palabras dicen una cosa y sus actos dicen otra, decepciona la incoherencia, el egoísmo, la falta de empatía, el creerse el ombligo del mundo y al resto “que le den”…
Decepciona la gente que hace daño y se alegra cuando a alguien le va mal, es más, hace todo lo posible para que te vaya mucho peor, utilizando en ocasiones su poder laboral, político, económico,…
Decepciona que en nuestro país siga habiendo 10 millones de personas que seguirán votando a un partido corrupto, un partido que acaba de elegir presidente a alguien que, además de cuestionado por su Máster, pretende devolvernos a los tiempos de la derecha más reaccionaria frente a los derechos de las mujeres, especialmente los sexuales y reproductivos, y que se propugna para luchar contra el feminismo, ese movimiento tan peligroso para el machismo, el racismo, el fascismo y todas las ideologías que no respetan los Derechos Humanos, la igualdad, la democracia, la diversidad o la libertad.
Decepcionan los/as políticos/as que se preocupan más por jorobar a sus oponentes que por garantizar derechos a la ciudadanía; decepciona la fragmentación de la izquierda y aterra el rearme de la ultraderecha. Decepcionaría, y mucho, que la izquierda de este país no sea capaz de ofrecer una alternativa fuerte y unida frente a los partidos conservadores.
Pero si hay algo que decepciona, entristece, enfada y enrabieta profundamente es el patriarcado, la (in)justicia patriarcal. Hemos asistido en los últimos meses a sentencias surrealistas que penalizan más a las víctimas que a los culpables. Mientras la manada, la piara o la panda de violadores asquerosos (ay, perdón, que no se les puede llamar violadores según su abogado) anda suelta, las condenas a mujeres que no han hecho más que intentar defenderse de la violencia o defender a sus criaturas de padres maltratadores no dejan de producirse. La última, el mediático caso de Juana Rivas. Llevo más de 28 años como trabajadora social, he conocido casos sangrantes de maltrato a menores, de abusos sexuales, de violencia machista contra sus madres,… centenares, diría que miles en todos estos años; sólo he visto la retirada de la patria potestad a padres agresores en dos casos! Dos en 28 años. Retirar la patria potestad no es fácil, salvo que seas mujer, que hayas estado apoyada por el movimiento feminista y que tus actos protectores cuestionen las injustas leyes patriarcales, ahí sí es muy fácil.
En Euskadi se obliga a una madre a entregar a un niño de 5 años a su padre maltratador pese a los informes psicosociales y escolares favorables a Karen y el criterio en contra de la Fiscalía, pues con todo esto, se sentencia a favor del agresor. Y no pasa nada. Y los jueces y juezas siguen impartiendo justicia patriarcal, incumpliendo el propio marco normativo de nuestro país que dice que hay que primar “el interés superior del menor” por encima de todo. Pero da igual, son intocables. Juana Rivas ha sido condenada a 5 años de prisión y 6 de retirada de la patria potestad; a un agresor sexual, pederasta continuado que abusó durante 5 años de una niña se le condena a dos años (probablemente no pise la cárcel según cuenta la prensa) y a una terapia de incierto pronóstico porque los agresores sexuales de menores son difícilmente reinsertables.
En 2003, el padre de Andrea, de 7 años, la asesinó. En 2018, la justicia reconoce a su madre, Ángeles González Carreño, una indemnización de 600.000 € por negligencia judicial. 15 años de lucha para lograr ese reconocimiento pero ninguna indemnización devolverá la vida a Andrea.
La justicia sigue primando el poder del “pater familias”, se sigue pensando sexistamente que los padres son estupendos y maravillosos y no dañan a sus hijas/os: en España un 23% de niñas y un 15% de niños han sufrido abusos sexuales, más del 70% de esos abusos han sido perpetrados por sus padres, varones, por matizar (López, 1997 y Noguerol, 2005).
Decepciona que la violencia sexual no esté más penalizada y que se siga distinguiendo entre abusos y agresiones sexuales, pero claro, somos las mujeres y niñas las que sufrimos en mayor medida esta violencia y nuestros derechos y libertades siguen en permanente cuestionamiento judicial (aquello de si cerramos bien las piernas, nos resistimos lo suficiente, íbamos o no provocando,… y todas esas lindezas que tenemos que soportar en la victimización institucional).
En fin, mis decepciones y yo nos vamos de vacaciones. Ojalá a la vuelta todo haya cambiado pero como decía al principio, mi pesimismo (o realismo bien informado) me gana. Sé que la lucha feminista es la única alternativa frente a tanta sinrazón patriarcal pero es agotador y el poder judicial sigue permaneciendo inmutable. Me alientan iniciativas como la Asociación de Mujeres Juezas y espero que semillas como esta contribuyan a transformar uno de los sistemas más patriarcales: el judicial, porque de la religión, los ejércitos o los Estados ya si eso hablamos otro día. Feliz (¿?) verano.