A veces, demasiadas veces, nos encontramos en la intervención social personas que te dicen que han tenido mucha suerte con tal o cual profesional que les ha ayudado mucho, o que ha dado respuestas eficaces o que se han sentido bien tratadas y atendidas… Y en otras ocasiones, también demasiadas porque deberían ser cero, nos hallamos a personas que echan pestes de determinadas instituciones y profesionales y el trato (o mejor, maltrato) recibido.
Quienes conocemos los diferentes sistemas de bienestar (sanidad, educación, servicios sociales, empleo, vivienda,…) sabemos que no son perfectos, de hecho son muy mejorables, pero lo que debemos tener meridianamente claro es que no puede ser cuestión de buena o mala suerte que a una persona se le facilite o se le obstaculice la vida. En los servicios públicos trabajamos para la ciudadanía, para garantizar sus derechos, realizamos intervenciones con aval técnico y científico, no actuamos (o se supone que no debemos actuar) según la primera idea peregrina que se nos pase por la cabeza; toda actuación profesional debe estar enmarcada en el respeto a los derechos de cada persona, realizarse cumpliendo los principios de la cultura del buentrato (escucha activa, trato igualitario, empatía,…) y orientarse a dotar de estrategias a las personas para el ejercicio de dichos derechos.
Quienes trabajamos en “lo social”, y específicamente desde el Trabajo Social, somos conscientes (o tendríamos que serlo) de las historias vitales tan complejas que atendemos. Constantemente llegan a nuestros servicios personas, familias, que arrastran tanto dolor, tanta violencia, tanto malestar, tanta exclusión,… que no necesitan que aquellas/os profesionales que, se supone han de servir de apoyo, sumen más daño a sus heridas. A veces sólo se necesita una palabra amable, tiempo de escucha, movilizar recursos,… A veces no tenemos en nuestra propia mano la capacidad de solucionar el problema (normalmente problemas, en plural) que nos plantean, pero sí tenemos la capacidad de tratar bien, simplemente eso.
Cada vez más me preocupan comentarios de personas que refieren sentirse maltratadas por profesionales de diferentes disciplinas, y me parece importante hacer una reflexión desde la mía, como trabajadora social. No conozco a una sola compañera o compañero de profesión (ejerciente, claro) que no manifieste estar desbordada/o por el trabajo, por las difíciles demandas del día a día, por la falta de recursos,… ahora bien, podemos elegir qué hacer, si volcar nuestra frustración con las personas que atendemos o con el sistema que sostiene las injusticias, las desigualdades y las opresiones que hemos de combatir.
En Trabajo Social no somos policías, no fiscalizamos a las personas vulnerables para regatearles un recurso o prestación como si fuera nuestro; estamos gestionando miserias, al menos tengamos la dignidad de no hacer sentir indigna a quien ha tenido el valor de pedir ayuda. Nos enfrentamos a regulaciones injustas, a requisitos leoninos para acceder a una prestación que ni siquiera garantiza una vida decente, y seguimos gestionando y tramitando sin rechistar. ¿Dónde queda la transformación social, dónde la rebeldía de una profesión que se nos vendió como agentes de cambio? ¿Nos limitamos a sostener y reproducir la injusticia o nos organizamos colectivamente para garantizar efectivamente la justicia social?
Creo que urge una reflexión profunda, que no podemos seguir poniendo parches al sistema porque algún día reventarán las costuras y será a costa de la salud física y mental de muchas/os profesionales, que asumen tanto las grietas de sus servicios como las de colegas poco profesionales, por decirlo de una manera suave.
Como servidoras/es de lo público tenemos que transmitir la idea a las personas con las que trabajamos, que lo público es suyo, nuestro, no del político o política de turno, que como ciudadana/o tiene derecho a recibir una atención especializada, atenta, respetuosa,… y a que, si no se le puede dar respuesta a su demanda, entender el motivo y qué otras acciones puede llevar a cabo para garantizar sus derechos. Desde el Trabajo Social se pueden articular respuestas colectivas que hagan tambalear los cimientos de un sistema insostenible, pero no puede ser cuestión de buena suerte, no puede depender de la voluntad de quien se implica trabajando hasta las seis de la tarde cuando su horario termina a las tres. Muchos casos son urgentes, las personas nos necesitan a pleno rendimiento y creatividad,… pero, qué ocurrirá cuando colapsemos, cuando nuestra vocación y compromiso no sea valorada y seamos remplazadas/os por otras/os que también colapsarán si se implican. No podemos seguir haciendo el juego al sistema, no podemos permanecer impasibles mirando para otro lado. Hay que frenar, hay que analizar y diagnosticar lo que ocurre y proponer alternativas, que pasan por el incremento de personal, cierto, pero también por otro modelo de hacer política social, por optimizar recursos, por flexibilizar requisitos, por primar las fundamentaciones técnicas frente a lo inamovible y el “no se puede”. Urgen cambios, urgen revoluciones,… Los servicios sociales y de salud mental están cada vez más saturados, o apuntalamos bien estos sistemas o preparémonos para bailar la última sinfonía del Titanic.
Algunas pistas para esa revolución: organización colectiva, aprovechar los Colegios Profesionales como espacio de interlocución con las administraciones para plantear nuestras demandas, documentar las fallas del sistema y hacerlas llegar al Diputado del Común, responsables políticos, sindicatos,… Somos técnicas/os, hagamos informes, hagamos denuncias mediáticas, tengamos más presencia en los medios de comunicación y redes sociales. Salgamos a las calles, visibilicemos las luchas, sumémonos a las huelgas,… Ninguna revolución se ha logrado desde el sofá y es ahora o nunca. Necesitamos que las prioridades políticas garanticen derechos, que el dinero que viene de Europa se invierta en sostenibilidad, en empleo, en prevención, en reforzar lo público (Servicios Sociales, Sanidad y Educación, sistemas clave). Tenemos que hacer ese otro mundo posible, feminista, con justicia social, democracia y garantía del cumplimiento de los Derechos Humanos. Porque no es cuestión de suerte, es cuestión de organización y activismo consciente. Es cuestión de hacer, de verdad, Trabajo Social.
Nota: Dedico este post a todas aquellas trabajadoras/es sociales que nos iluminan el camino, que en las situaciones más duras profesionalmente nos alientan, nos sostienen y acompañan por esas sendas tortuosas, y especialmente, a mi querida Clara Bredy, por ser esa luz en mis últimas semanas.