Hasta marzo de 2020 teníamos una falsa sensación de seguridad, de tener bajo relativo control todo lo que sucedía en nuestras vidas (salvo accidentes o enfermedades sobrevenidas); a raíz de la pandemia por COVID-19, una sensación de incertidumbre y miedo se ha venido a instalar en nuestras cabecitas. Todas las profesionales de la psicología y psiquiatría que conozco coinciden en afirmar que desde el confinamiento los problemas de salud mental se han incrementado (pero ya estaban ahí); en el post anterior aludía a la sociedad del malestar en la que nos hallamos, en la que, paradójicamente, se nos insta a ser felices mientras que se sitúa la responsabilidad de esa felicidad en la persona individual, sin tener en cuenta el contexto opresor de desigualdad e injusticia social que nos rodea.
Hace sesenta años, Betty Friedan publicó “La mística de la feminidad”, y aludía al malestar sin nombre que sentían las mujeres a las que se les ofrecía la domesticidad como fuente de autorrealización; seis décadas después, cuando los derechos de las mujeres no deberían ponerse en cuestión, observamos retrocesos a pasos agigantados. Y muchas lesiones de nuestros derechos se nos venden como libertad de elección, lo que acaba generando un malestar íntimo en muchas mujeres que no entienden por qué, si somos libres y vivimos en sociedades garantes de derechos, el malestar sigue presente.
Esta es la trampa del pensamiento positivo de la que hablara Barbara Ehrenreich, el “si quieres, puedes” de la filosofía barata Mr. Wonderful, hasta que descubrimos que no siempre querer es poder, lo que hace que los malestares aumenten porque no hemos aprendido que los deseos no siempre se pueden hacer realidad, salvo para algunas personas privilegiadas. Y es que los deseos van asociados a la capacidad económica, al contrario de los derechos que son (o deberían ser) universales, independientemente del sexo, la edad, la etnia, la orientación sexual,…
En esta semana de vacaciones, hemos asistido a un falso debate sobre la mal llamada gestación subrogada, y digo falso porque las y los bebés no se compran, no hay debate, es una práctica violenta para las mujeres y lesiva para los derechos de nosotras y de la infancia. Y aquí se ejemplifica la diferencia entre deseos y derechos, si yo deseo un bebé, ¿tengo derecho a comprarlo como se compraría una taza con una frase positiva del dichoso Mr. Wonderful? ¿Todo es objeto de consumo, incluidas las personas? Quienes tradicionalmente han comprado nuestros cuerpos han sido los hombres, ahora algunas mujeres se han sumado al mercado por varias razones: alguna dice que le aterroriza parir y otra materializa deseos de un hijo muerto. ¿Son razones para mercadear con el cuerpo y la vida de criaturas y mujeres? Y esta es la distopía a la que nos aproximamos, si nadie lo remedia: la conversión de deseos en derechos a costa del bienestar físico y emocional de las personas empobrecidas, que, oh sorpresa, mayoritariamente son mujeres.
El no poder cumplir los deseos está ocasionando terribles problemas de salud mental a generaciones que cambian más de móvil que de ropa interior, y por tanto, tienen poca costumbre en la gestión de frustraciones y carencias. Cuando pasamos el confinamiento del COVID-19 nos dijeron que íbamos a salir mejores, más conscientes, pero lo cierto es que cada vez nos encontramos con más egoísmo, más depredación, más violencia. Igual es cuestión de aprender a vivir en la incertidumbre, aprender que no se puede conseguir todo lo que deseamos, por mucho que nos empeñemos, porque hay circunstancias externas que no controlamos (crisis económicas, pandemias, catástrofes, …) y dinámicas de poder y privilegios que sólo están al alcance de unos pocos. Al resto sólo nos queda la capacidad de pensamiento crítico, de construir redes de apoyo sólidas y de intentar vivir de la manera más digna posible, aún a sabiendas de que todo está fuera de control.