Estoy realmente desmotivada para escribir pero me insto a cumplir con mi compromiso de escribir un post mensual (salvo en períodos vacacionales), así que voy a reflexionar sobre hechos recientes de mi vida profesional y algunas críticas que me han hecho llegar a través de redes sociales sobre el papel de control social que ejercemos las trabajadoras sociales.
Como trabajadora social me sitúo desde hace décadas en un modelo de la intervención social feminista, anclado en los modelos crítico/radicales del Trabajo Social; situarse desde esta forma de abordar la realidad permite un cuestionamiento y abordaje de las desigualdades estructurales que nos afectan. Los problemas sociales no son fruto de la casualidad, la mala suerte o una coyuntura determinada, hay una estructura social, política, económica, cultural,… que sostiene este sistema patriarcal y neoliberal (entre otras cosas) que tanto sufrimiento y daño provoca. En nuestra profesión ha existido, desde hace décadas, un debate sobre si somos mantenedoras del orden social vigente (y por tanto injusto) o somos subversivas frente a las desigualdades y tratamos de erradicarlas y construir un nuevo modelo de sociedad. Y efectivamente, según la posición que adoptemos podemos contribuir a reproducir el sistema o a transgredirlo y derrumbarlo.
No es la primera vez que recibo críticas y quejas, especialmente de mujeres, que se han visto afectadas por una intervención punitiva y controladora por parte de trabajadoras/es sociales de los Servicios Sociales públicos; soy consciente de que no es la mayoría de veces y que un amplio número de profesionales se esfuerzan en sus trabajos por garantizar los derechos de las personas, porque ese es un aspecto clave de nuestra labor, ser garantes de derechos de ciudadanía, pero mientras una sola persona se sienta desatendida o controlada, hemos de hacer un esfuerzo por revisar nuestros procedimientos de actuación.
Una mujer me hacía, en días recientes, este planteamiento en una red social: “cuando hablo con otras mujeres racializadas, monoparentales, migradas también feministas, solemos coincidir en lo dañino que es el Trabajo Social, la violencia institucional que recibimos, la aporofobia que destila el sector, etc. La única forma de sacudirnos esa presión es hacernos las tontas. Así encajamos en el perfil que se nos reserva y todo se calma. Cualquier otra posición, por nuestra parte, es percibida como patología, incapacidad, sedición. Eso hace la socialdemocracia con el liberalismo. Suavizarlo. Tutelarnos al calor de la meritocracia. Es muy ofensivo”.
Como he dicho, no es la primera vez que escucho discursos así, mujeres víctimas de violencia cuando salen de determinados recursos alojativos (no dentro, por temor a represalias) cuentan que son tratadas como menores de edad, con paternalismo y condescendencia o siendo cuestionadas si protestan e intentan hacer valer sus derechos…
No podemos ser cómplices de la violencia institucional, es cierto que muchas veces no nos rebelamos por miedo a perder el puesto de trabajo o por otros motivos; no pido revoluciones solitarias que pueden generar desgastes personales y riesgos laborales, pero sí sería importante hacer autocrítica y una relectura colectiva de nuestra profesión, de nuestros logros y de lo que nos queda por alcanzar. Creo que la esencia del Trabajo Social es garantizar la dignidad y el buentrato a las personas, además de sus derechos, como ya he mencionado, por eso, si las personas con las que trabajamos mantienen discursos negativos sobre nuestra disciplina es que algo está fallando. Más allá de la cultura de la queja en la que, en ocasiones demasiado a menudo, se ha instalado el Trabajo Social, creo que es importante hacer un esfuerzo para plantear propuestas constructivas tras ese proceso de autocrítica, ser capaces de ponernos en el lugar de las personas con las que trabajamos y simplemente pensar qué trato nos gustaría recibir si estuviésemos en ese lugar.
Últimamente también tengo la sensación de que nos falta identidad profesional, conocimiento histórico de nuestras predecesoras (más allá de Mary Richmond) y de nuestras contemporáneas; leemos poco a colegas profesionales, teorizamos poco sobre el Trabajo Social, y con la cantidad de disciplinas que entran en los límites de “lo social”, si no tenemos clara una autoestima e identidad profesional alta, corremos el riesgo de diluirnos y convertirnos en meras gestoras y reproductoras de una burocracia cada vez más asfixiante y que pocas facilidades ofrece a las personas en situaciones de vulnerabilidad.
Así pues, en aras de esas propuestas constructivas, tengamos referentes, pongamos en valor a nuestras compañeras, leamos sobre Trabajo Social, situémonos en los modelos críticos de la profesión, al tiempo que incorporamos otros, en definitiva, hagamos más Trabajo Social feminista, un enfoque imprescindible en una práctica profesional ética y bientratante. Tal vez sea la única manera que permita que nos vean como liberadoras de opresiones en lugar de aliadas del sistema.
Gracias por este artículo